lunes, 14 de abril de 2014

Arte Colonial

AMÉRICA Y ESPAÑA

La conquista de América fue una consecuencia inexo­rable de la expansión del capitalismo mercantilista euro­peo, montado en sus nuevas técnicas de guerra y navega­ción, buscando más allá de su mundo conocido nuevas rutas comerciales y mercados y, donde le fuera posible, territorios susceptibles de conquista.
En esta perspectiva, carece de real significación his­tórica la discusión acerca de si fue Cristóbal Colón el auténtico "descubridor" de América o de si es más justo atribuir la hazaña a los navegantes vikingos que lo prece­dieron en el arribo a las costas del continente.
Por otra parte, si miramos los hechos desde un punto de vista ampliamente humanista, de ningún modo podemos decir que América fue "descubierta", como un aconteci­miento absoluto, válido para toda la "humanidad" o la "ci­vilización", pues el continente estaba ya poblado de un extremo al otro por varias razas y pueblos.
Esto último basta, pero por si no, cabe destacar que algunos de esos pueblos habían desenvuelto sociedades agrarias sedentarias, levantando ciudades importantes y grandes obras, mostrando un nivel cultural relativamente alto. Algunos aspectos de las culturas llamadas precolom­binas han fascinado a los estudiosos modernos, a la par que lamentan la destrucción de las huellas y de los por­tadores vivos de otras, insuficientemente conocidas.
La postura básicamente "euro centrista" que ha domi­nado el estudio, la difusión y la enseñanza de ese período histórico, es la que ha teñido toda la concepción del "des­cubrimiento" como la incorporación al "orbe civilizado", esto es, al mundo propiamente dicho, de una serie de tie­rras, aguas, riquezas, plantas, animales y seres humanos, todo en un mismo pie de igualdad, de pura existencia na­tural, de pura cosa aún inculta y en el caso humano, de seres todavía sin la dignidad de verdaderas personas.
Felizmente, el reconocimiento de la igualdad de las razas y el valor y la dignidad de todas las culturas, han hecho considerables progresos en las últimas décadas, al calor del proceso de descolonización y del movimiento de liberación de los pueblos oprimidos y otrora considerados inferiores.
Con ello, la objetividad y profundidad de la ciencia his­tórica y sus enfoques han ganado también considerable terreno, hacia una comprensión mejor del desarrollo de la humanidad en su conjunto.
Ateniéndose a las anteriores consideraciones, pode­mos afirmar que América no fue "descubierta" por los vikingos ni por Cristóbal Colón, sino conquistada por Es­paña y otras potencias europeas, siendo el descubrimiento para ellos, tan sólo el primer acto de ese proceso de con­quista.
Todavía en el Altiplano de Bolivia, en la época actual, celebran los quechuas una fiesta anual con un combate donde un cóndor, que los representa, derrota invariable­mente a un toro, que simboliza al poder español.
El hecho muestra cómo también, a su modo y desde su lado, los pueblos que habitaban América "descubrie­ron" a España y a Europa en el proceso de la conquista, de un modo que ha dejado un recuerdo indeleble en la memoria colectiva de los restos de ellos que aún conser­van su cultura.
Esa revancha simbólica nos habla también, tanto de la crueldad de la conquista española, como de su carácter aplastante, irresistible.
En tal sentido, parece incuestionable el reconocimien­to de los amplios genocidios realizados entre los aborí­genes americanos, por más que, como señalan algunos autores, la exacta comprensión del período no puede re­currir a modelos tan simples de interpretación como los que suponen las llamadas "leyenda rosa" de la Conquista, ni la "leyenda negra", cuyo iniciador sería Fray Bartolomé de las Casas.
Es verdad que sería tan erróneo como ignorar el ge­nocidio y la cruel servidumbre impuestos por los españo­les a los indios suponer que éstos vivían en un idílico y perfecto "estado natural". Es sabido que, en algún caso, la conquista española se vio favorecida tanto o más que por al superioridad de sus armas, por la escasa adhesión que las masas indígenas campesinas sentían hacia su cla­se gobernante, una aristocracia guerrera que las había conquistado con anterioridad y las explotaba duramente en su exclusivo beneficio.
La mayoría de las masas indígenas que poblaban el continente fueron unificadas forzosamente al proceso del conquistador, cambiando de amos -en condiciones más duras- las poblaciones de las sociedades más evolucio­nadas y cayendo en una espantosa extinción o margina­miento muchas tribus de menor desarrollo cultural.
Esta vasta transformación histórica de América no po­día menos que influir, a su vez, en el destino de la propia España. Pero esa reacción dialéctica del proceso ameri­cano sobre la metrópoli no puede ser reducida a esque­mas simplificadores que exageren sus efectos. Tal la tesis de que la extensión del feudalismo al vasto continente nuevo fue la causa fundamental de la supervivencia de este régimen en la propia España y del consiguiente atra­so de la revolución burguesa en su seno. Los metales preciosos provenientes de América habrían tenido, de por sí, el efecto regresivo de permitir a la monarquía y la nobleza prescindir de la riqueza económica de la burgue­sía naciente y derrotarla. Pero este esquema simple pasa por alto un hecho tan grueso cómo que la decisiva derrota militar infligida por la nobleza española a la burguesía en los campos de Villalar, se produjo el 23 de abril de 1521, antes de que Hernán Cortés efectuara los primeros em­barques realmente importantes de metales preciosos ha­cia la península. Ignora también, por analogía, el efecto de consolidación definitiva del capitalismo inglés que le deparó el jugoso saqueo de la India, cuyos abultados va­lores en piedras y metales preciosos son unánimemente considerados una de las condiciones de la "Revolución Industrial”.
Por eso, si el flujo de metales preciosos puede ser considerado como un fenómeno que tiene un efecto refor­zador de la pervivencia o desarrollo de determinadas es­tructuras sociales, está lejos de tener la virtud de ser su causa originante. Por otra parte, la aplicación, en de­terminados períodos históricos, de formas de explotación feudales, semi-feudales o aun esclavistas en las colonias "de ultramar" por parte de las metrópolis europeas, no ha sido incompatible con su florecimiento capitalista. Baste re­cordar el profundo sistema de expoliación de la kulturstell[1] aplicado por los holandeses en sus Indias Orientales (ac­tualmente Indonesia) para certificarlo. En este sentido, los ejemplos son muchos y variados, y más bien cabría decir que, lejos de ser una valla, fueron una de las condi­ciones características de la acumulación y el desarrollo capitalista.
Es entonces, tal vez mucho más en factores de la propia historia de España, tales como la política monár­quica de favorecer la ganadería en detrimento de la agri­cultura, y en una profundización que excede nuestro tra­bajo, donde es necesario encontrar las determinantes del desarrollo de la sociedad española, sin negar, desde lue­go, la influencia de la conquista y la posterior coloniza­ción en el mismo.
La conquista española de América fue, entonces, un capítulo simultáneo del proceso general de expansión euro­pea que se inicia en el siglo XV, y fundó un imperio co­lonial acorde con las características y debilidades de la metrópoli impulsora, cuyo ulterior derrumbamiento -y el reemplazo de la influencia española por la de otras poten­cias más expansivas- tiene estrecha relación con su ori­gen y modalidades.



Bibliografía:
Vazeilles, José G., “La Conquista Española de América”, 1973, Buenos Aires.
Biblioteca fundamental del hombre moderno - Centro Editor de América Latina.




[1] Sistema de explotación agraria, de carácter feudal que obligaba a los nativos a trabajar para los holandeses la mayor parte de los días del año, y otras cargas

 Latinoamerica
El término «latinoamericano» requiere una explicación y valoración. Durante los movimientos independientes de Centroamérica y Sudamérica a principios del siglo XIX, se incitó a la gente por razones políticas a considerarse «americanos». El deseo de romper los lazos con las viejas potencias coloniales, 'España y Portugal, hizo que se desecharan términos como Nueva España, aunque los lazos lingüísticos y culturales se siguen manteniendo empleando el término «latino». Para algunos éste sigue siendo un vocablo demasiado vago e insatisfactorio, y por eso se emplean también los adjetivos «iberoamericano» e «hispanoamericano».
En cualquier caso, la imprecisión de los términos radica en que no se tiene en cuenta a los habitantes indígenas y a los que sobreviven, por ejemplo, los mayas del Yucatán y Guatemala o los indios de habla quechua que viven en los Andes, por no hablar de la considerable población africana del Caribe y otras zonas de la América central y meridional. La denominación «indio americano» también depende completamente del Viejo Mundo, ya que deriva de un error geográfico y del nombre de uno de los primeros exploradores, Amerigo Vespucci (1454-1512), del que en 1503 se publicó la obra Nuevo Mundo, en la que narraba sus viajes. El término «América» aparece por primera vez en un mapa alemán del mundo entonces conocido realizado en 1507.
Ni la conciencia política ni la cultura de los nativos se extinguió de la noche a la mañana. La arquitectura autóctona en piedra -civil y religiosa- dejó de construirse, si bien las casas corrientes han seguido manteniendo la misma estructura. En cualquier caso, la pintura mural del siglo XVI sorprendentemente aún refleja en ocasiones las convenciones estilísticas y la iconografía indígenas (piénsese en la iglesia de Ixmiquilpán o en el claustro de Cuauntinchán, donde en la Anunciación aparecen el Jaguar y el Águila). Durante el siglo XVI se seguían produciendo libros ilustrados (aunque el tener estos manuscritos rituales o genealógicos era castigado por la Inquisición), y hasta el siglo XVIII se siguieron realizando manuscritos en el deliberadamente arcaico Techiacoyán para acreditar posesiones de tierras. Los mayas, el único pueblo que poseía una escritura jeroglífica, adoptaron la escritura romana, en la que siguieron escribiendo su historia hasta el siglo XIX: en el fondo, hasta la actualidad.
Es importante plantear estos problemas porque nos ayudan a explicar por qué el término «latinoamericano» no corresponde totalmente' a un tipo de homogeneidad cultural y porque nos explican los problemas de identidad en estas regiones durante el período posterior a la independencia, cuando se redescubrieron la cultura y la sociedad indias, volviéndose a considerar como un elemento esencial de la nueva identidad nacional.
Arte colonial
En 1493, los hasta entonces desconocidos territorios de América fueron divididos por mandato papal a lo largo de la línea correspondiente a 370 leguas de latitud al oeste de las Isla Cabo Verde: las tierras al oeste de esta línea fueron para los españoles, mientras que las que estaban al este se dieron a los portugueses. El arte desarrollado en las regiones colonizadas por los españoles se diferencia del de las colonias portuguesas -en la actualidad Brasil- en dos aspectos fundamentales: ante todo, las culturas de España y Portugal en la época de la conquista eran muy distintas a pesar de las frecuentes influencias recíprocas, y dichas diferencias se agudizaron aún más en América; por otra parte, en las tierras colonizadas por los españoles había habido anteriormente culturas indígenas muy avanzadas -aztecas, mayas, incas- que conocían técnicas como la metalurgia, el labrado de la piedra y la pintura al fresco, y que además comprendían y se adaptaban con rapidez a las necesidades artísticas de los conquistadores. Los artesanos indígenas y mestizos (de raza mezclada) desempeñaron en Hispanoamérica un papel muy importante en el desarrollo de un estilo que se pudiera, distinguir con facilidad de su equivalente europeo, mientras que el arte del Brasil colonial siempre se
basó fundamentalmente en fuentes europeas.
Durante todo el período colonial la función más importante del arte fue estar al servicio de la iglesia, y entre las distintas artes, la arquitectura tuvo un papel más importante que la pintura y la escultura. Al principio la fácil conversión de los indios dependió del rápido establecimiento de lugares de culto, y durante el siglo XVI miles de pequeñas iglesias parecían graneros construidos para albergar a los neófitos. En algunas zonas, y muy especialmente en Méjico, se desarrolló una nueva forma arquitectónica llamada capilla abierta, consistente simplemente en un pequeño cobertizo normalmente abovedado bajo el cual estaban el altar y los oficiantes, abierto por una o varias partes para que los indios se reunieran a su alrededor a pleno sol y pudieran oír las oraciones y presenciar los rituales.
Sin embargo, una vez construidas las estructuras arquitectónicas se necesitaban pinturas y esculturas para ilustrar y reforzar las lecciones y sermones de los sacerdotes. Los primeros misioneros eran plenamente conscientes de la importancia de sustituir la iconografía religiosa indígena por la cristiana y al principio la enorme demanda de obras de arte religiosas se satisfizo de dos maneras: mediante la importación desde Europa de grandes cantidades de imágenes religiosas, hechas apresurada y toscamente para el mercado americano especialmente; y mediante la creación de monasterios y escuelas en los que los artesanos indios aprendían los principios del arte figurativo europeo y las primeras nociones del simbolismo cristiano.
En Méjico y Perú, por ejemplo, durante el siglo XVI los monjes enseñaron a los indios a pintar al fresco porque era una manera barata y efectiva de imitar los detalles arquitectónicos e ilustrar, al mismo tiempo, historias cristianas. Estos frescos suelen inspirarse en cuadros europeos, y hay interesantes ejemplos en varias iglesias y monasterios como Actopán (Méjico), de la década de 1570, y Andahuaylillas (Perú), de c. 1600. En estos dos países la abundante creación de obras de arte cristianas es paralela a la supervivencia vigorosa de muchas tradiciones artísticas autóctonas. En Méjico se seguían produciendo libros ilustrados mucho después de la conquista, aunque modificados por el contacto con el arte europeo; en Perú se siguieron construyendo casas privadas a la manera tradicional de los incas, y el mestizo Guaman Poma de Ayala ilustró su historia del Perú con dibujos que reflejan una mezcla de elementos europeos y de motivos e ideas indígenas (c. 1613).
Mientras tanto, a lo largo de todo el siglo XVI, numerosos artistas -especialmente pintores-- de varios países europeos emigraron a Hispanoamérica. De Amberes era Simón Pereyns (fl. 1566-88), que se estableció en Méjico y se inspiró en grabados del norte de Europa para realizar su retablo de Huejotzingo (1586); también en Méjico las elegantes obras de Andrés de la Concha (fl. 1575- 16 12) y del Maestro de Santa Cecilia demuestran su formación sevillana. Varios italianos emigraron también a Sudamérica: Bernardo Bitti (1548-c. 1620) y Mateo Pérez de Alesio (1547-c. 1628) trabajaron en Perú y Angelino de Medoro, en Colombia. En Tunja (Colombia), varias mansiones tienen ricos techos pintados al fresco entre 1590 y 1628, aproximadamente, que reflejan influencias francesas. En Quito (Ecuador) el dominico Pedro Bedón (c. 1556-1621) desarrolló un estilo de influencia italiana heredado de su maestro Bitti: mientras que los artesanos indios enseñados por los franciscanos pusieron las bases de una escuela pictórica de fuerte influencia flamenca.
Desde comienzos del siglo XVII los artesanos indios y mestizos empezaron a abrir talleres propios y se crearon gremios de artesanos. En los principales centros de Lima, Bogotá y Ciudad de Méjico dichos gremios tenían el monopolio y todos sus miembros tenían que ser de sangre europea. Al trabajar para patronos culturalmente orientados hacia Europa, los agremiados recibían los mejores encargos y se inspiraban en Europa para realizar sus obras, mientras que indios y mestizos producían obras de arte para un público que en origen ignoraba el Cristianismo y la iconografía cristiana, pudiéndose apartar mucho más, por tanto, de los modelos europeos.
Así, durante el siglo XVII, la distinción entre arte producido por y para la élite europea y arte producido por y para los indios es neta y absoluta. Surgen pintores, por ejemplo, que aunque han nacido en Sudamérica buscan siempre inspiración en Europa: entre los ejemplos mejicanos cabe citar a Luis Juárez (fl. 1610-33), Baltasar de Echave Ibia y Alonso López de Herrera (1579-1648). La obra de este último muestra la influencia de cuadros de Zurbarán, también visible en obras realizadas en Lima (Perú). La influencia de Rubens, Murillo y Valdés Leal es evidente en pintores de finales del siglo XVII como el mejicano Cristóbal de Villalpando (1652-1714), sobre todo en sus importantes obras alegó ricas realizadas para la Catedral de Ciudad de Méjico. Murillo también influyó en Sudamérica, especialmente en la obra del mestizo Miguel de Santiago (fl. en Quito, 1625-1706), cuyo estilo dulce y místico influye, a su vez, al pintor colombiano Gregorio Vázquez Ceballos (1638-1711).
En Perú, Diego Quispe Tito, pintor mestizo que nació en Cuzco y vivió a mediados del siglo XVII, contrariamente a lo habitual siguió el estilo manierista inspirándose en grabados flamencos, mientras que el resto de los artistas de Cuzco siguió direcciones distintas. La serie de cuadros La procesión del Corpus (Sta. Ana, Cuzco, c. 1660), por ejemplo, tiene una estructura espacial poco tradicional aunque nos da útiles informaciones sobre el papel de las imágenes religiosas en las procesiones. En general, en la escuela de Cuzco las figuras son rígidas y se ven frontalmente, los colores son vivos y a menudo se aplican dibujos decorativos realizados en pan de oro a sus vestimentas. En Bolivia aparecen importantes escuelas pictóricas en Sucre y Potosí, que desarrollan fundamentalmente modelos de la escuela de Cuzco. Melchor Pérez de Holguin (c. 1660-1724), por ejemplo, combinó con gran habilidad detalles de inspiración indígena y un sentido europeo de la profundidad y los contornos.
A pesar de la obvia dependencia de las escuelas metropolitanas de modelos europeos, todo el arte colonial se diferencia en mayor o menor medida del que en aquella época se estaba produciendo en Europa: inicialmente hay una simplificación tanto del estilo como del tema desarrollado, lo que deja un margen más amplio para la experimentación de nuevas formas menos tradicionales. Las copias repetidas de las obras de arte y de los grabados traídos de Europa llevan a una simplificación del estilo. Esto es especialmente evidente en las imágenes de culto de la Virgen y de Cristo que florecieron en toda Latinoamérica, y constituyeron un fenómeno al que se debe prestar atención. A una imagen tan original como el crucifijo en madera del siglo XVI conocido con el nombre de El Cristo de los Temblores, que se encuentra en la Catedral de Cuzco, se le atribuían poderes milagrosos: en este caso el cese de un terremoto; dicha imagen alcanzó gran renombre y fue copiada por otros artistas, de forma que su veneración se extendió a otras zonas. En muchos casos la imagen de culto en madera o piedra fue trasladada a lienzo o tabla, completada con cortinas, velas y flores que decoraban el altar. A estas copias a menudo también se les atribuían poderes milagrosos y se las copiaba a su vez; así su estilo se iba haciendo más uniforme y hierático, especialmente cuando al copiar se cambiaba el medio (por ejemplo, se pasaba de la pintura a la escultura). Esta pérdida de contornos se equilibraba elaborando una serie de elementos decorativos, con lo cual se producía un estilo bastante distinto del europeo.
El tema desarrollado se simplifica radicalmente en América: sólo la Virgen, unos pocos santos favorecidos y escenas del nacimiento y la muerte de Cristo se representan con cierta regularidad durante los primeros años del período colonial, en parte porque los indios recién convertidos al cristianismo podían confundirse si había una excesiva cantidad de imágenes. Poco a poco se fueron introduciendo nuevos elementos en el lenguaje tradicional: la Virgen, por ejemplo, podía cambiar su habitual manto azul por una falda de plumas multicolores o por un sombrero de montar de la época, aunque su postura no cambia en absoluto, recordando a su prototipo europeo. En el siglo XVIII, en Sudamérica coros de arcángeles en magníficas vestimentas de la época y portando armas de fuego decoran numerosas iglesias: en dichas representaciones los artistas, buscando algo nuevo, inventaron un género sin precedentes en Europa inspirándose en los grabados de manuales de instrucción para mosqueteros. Durante todo el período colonial las formas escultóricas más importantes que se realizaban son fachadas de iglesias y retablos, aunque los nombres de sus creadores raramente se conservan. En el siglo XVI predominaba el estilo plateresco, caracterizado por la profusión de caprichosos detalles decorativos que coronan las estructuras arquitectónicas, mientras que los nichos contienen estatuas relativamente simples y realistas. En Méjico, la fachada Acolmán (1560) es totalmente plateresca, mientras que el retablo de San Francisco, Mani (Yucatán), en el que se substituyen las columnas con rígidas cariátides planas mientras que las estatuas de los nichos siguen siendo tridimensionales, muestra la dirección de la evolución local. Otros ejemplos son las fachadas de Tlamanalco (principios de la década de 1560), en la que aparecen motivos aztecas, y la de Yuririapundaro, una versión de Acolmán de finales de la década de 1560 muy interesante, aunque menos clásica.
Durante el siglo XVII se fueron decorando cada vez más las fachadas de las iglesias. En La Soledad, Oaxaca, Méjico (1689), aún se conservan numerosas estatuas, y comparando los relieves de las iglesias de los Agustinos de Ciudad de Méjico (1677-92) y los de las iglesias de Oaxaca, se observan las tendencias clasicistas de los primeros frente a la estilización de los segundos.
En Sudamérica, los primeros pórticos de iglesias son en general muy simples, aunque se conservan bellas esculturas de figuras en Quito y Lima. En Bolivia, hacia finales del siglo XVI, Cristóbal Hidalgo realizó un magnífico coro para la Catedral de Sucre (1592-99) inspirándose en grabados flamencos, y Gómez de Hemández de Galván (fl. 1572-1602) Y Andrés Hernández (fl. 1583-93) realizaron un altar policromado que aún permanece en la iglesia de La Merced (1583).
Durante el siglo XII, al igual que las fachadas de las iglesias, las estructuras arquitectónicas de los retablos se decoraron cada vez más; columnas salomónicas con sarmientos enroscados sostienen frisos poblados de figuras, ricamente dorados y policromados. También los interiores de las iglesias están cada vez más adornados, especialmente en Quito, donde varias iglesias se decoraron con estuco, blanco y dorado, esculpido.
Durante el siglo XVII Perú produjo gran cantidad de bellas esculturas en retablos, púlpitos y coros, tal como en la Catedral de Lima (1624-26), diseñadas y realizadas por Pedro de Noguera (1592-1655) -arquitecto además de escultor- con la ayuda de varios discípulos. En Lima, al igual que en Centroamérica, las esculturas de figuras, generalmente policromadas, presentan fuertes influencias del sevillano Martínez Montañés, e incluso en Cuzco la obra del indio Juan Tomás Tuyru Tupac muestra influencias sevillanas. En Quita, Manuel Chili, conocido como Capiscara (finales del siglo XVIII), destaca por la transparencia de la carne blanca de sus Cristos de largos miembros. Durante el siglo XVIII la estructura arquitectónica de retablos y fachadas de iglesias casi desapareció bajo un aluvión de detalles decorativos. En Méjico, buenos ejemplos de esto son la fachada de la Catedral de Zacatecas y la de la iglesia del Sagrario, en Ciudad de Méjico (1749), donde los fantásticos pilares esculpidos apenas se pueden distinguir de las estatuas que hay entre ellos. En el sur de Perú y Bolivia la riqueza de detalles decorativos de flora y fauna que aparecen en las fachadas de las iglesias y en retablos es muy característica; como ejemplo, citemos las fachadas de San Lorenzo, en Potosí, de San Pedro en Zepita y de la Catedral de Puno.
En Sudamérica la pintura religiosa es el género predominante durante todo el período colonial, aunque a partir de principios del siglo XVIII y hasta los movimientos de independencia, entre los mejicanos acomodados se extendió la costumbre de encargar sus retratos: así aparecen representados vicerreyes, obispos, generales del ejército y nobles damas enjoyadas. Los retratos de monjas resultan especialmente interesantes: a menudo son novicias a punto de entrar en la orden como en la pintura de Sor María Ignacia de la Sangre, de José de Alcíbar (fl. 1715-1801), donde la seriedad en la expresión de la cara de la joven contrasta con sus lujosos ropajes. Miguel Cabrera (1695-1768) fue el artista mejicano más importante de esta época, y pintó tanto retratos como grandes lienzos para iglesias y conventos.
Los españoles fueron más rápidos que los portugueses en colonizar América: en efecto, hasta mediados del siglo XVI no se crearon verdaderas ciudades en Brasil, y se recuerdan muy pocos nombres de artistas que trabajaran en dicho siglo. Durante los siglos XVII y XVIII los principales centros artísticos fueron Bahía, Recife y Río de Janeiro (en la costa), y varias ciudades de la provincia de Minas Gerais (en el interior). La pintura brasileña, siempre pendiente de Europa para su inspiración, estuvo especialmente influida por la pintura holandesa en el siglo XVII y por la francesa a principios del siglo XIX.
Al igual que en la América hispana, la mayor parte de la pintura del siglo XVII es de contenido religioso, aunque en el siglo XVIII son ya más frecuentes los retratos y los cuadros de batallas. Las imágenes de culto de Cristo y la Virgen eran muy veneradas, pero nunca inspiraron las bellas adaptaciones locales producidas, por ejemplo, por la escuela peruana de Cuzco.
A diferencia de las colonias españolas, exteriormente la arquitectura brasileña es relativamente austera, aunque la fachada de San Francisco en Bahía (siglo XVIII) es una excepción. Se construyen retablos cada vez más lujosos en el conjunto decorativo escultórico del interior de las iglesias. Como ejemplo podemos citar Sao Bento y el Carmen (en Río), en cuyos retablos trabajaron Luiz da Fonseca Rosa, Valentim da Fonseca e Silva y otros artistas desde mediados del siglo XVIII hasta 1856, y Sao Francisco (en Bahía), también del siglo XVIII, donde toda la decoración está dorada y no se distingue bien dónde termina el retablo y empieza el muro.

El artista más importante de la historia del arte colonial brasileño es el escultor Antonio Francisco Lisboa (1738-1814), un mulato llamado «O Aleijadinho» originario de Minas Gerais, cuya sensibilidad al poder dramático de la disposición del espacio tanto en su arquitectura como en su escultura no ha sido superada por ningún otro artista latinoamericano. De su vasta producción destaca la serie de doce formidables profetas del Antiguo Testamento realizados para la fachada de la iglesia del Bom Jesus, en Cogonhas do Campo, que dominan desde lo alto la escalinata monumental y el valle que se extiende a sus pies (1800-5).

ARQUITECTURA COLONIAL DE CÓRDOBA
Desarrollo estilístico

Si bien existen varios valiosos ejemplos de arquitectura de la época colonial, tanto en la ciudad como en la provincia de Córdoba, no puede hablarse de una arquitectura colonial en sentido estilístico. En efecto no existe un común denominador de suficiente peso como para configurar una corriente arquitectónica de carácter definido. El hecho de haberse utilizado una misma gama de materiales -mampostería mixta de piedra y ladrillo revoques de cal, techumbres de tejas, etc.- produce en todo caso una unidad que no va más allá del hecho visual primario.
En cuanto a las circunstancias, al medio físico y sociocultural en que se levantan estas cons­trucciones, al material humano que las ejecuta, circunstancias en las que a veces se pretende des­cubrir un efectivo nexo de unión entre las obras, ellas no pueden producir por si solas una verda­dera corriente arquitectónica. Para que un grupo de obras constituya una unidad desde el punto de vista arquitectónico debe estar basado en un cuerpo coherente de ideas arquitectónicas, no sólo de ideas religiosas o sociales, y eso no ocurrió en este caso. Constructores y arquitectos llegados, no sólo de distintos países y distintos momentos en el desarrollo arquitectónico, sino, sobre todo, de muy diversos medios culturales, trajeron ideas a veces claras y firmes, basadas en uno sólida cultura arquitectónica (casos de Sta. Catalina, Alta Gracia, pórtico de la Catedral); otras veces ideas esquemáticas, recuerdos casi intuitivos (San Roque, trazado de la Compañía, torres de lo Catedral, capillas serranas); otras veces, por fin, improvisaciones geniales (bóveda de la Compañía).
De ahí que cada obra constituya en si misma un caso aislado, el principio y el fin de una idea; y que no encontremos desarrollos sucesivos de ninguna idea. De ahí también que esta arquitectura no haya pesado en la evolución posterior de la arquitectura de Córdoba (quizás en el esque­ma de la casa solamente), salvo en el presente, cuando se quiere alguna vez buscar en ella ese sabor "auténtico" y esa antigua unidad cultural tan añorada por los pueblos cuya Autenticidad y unidad difícilmente pueda hallarse en el pasado. Pero estas consideraciones no implican en mo­do alguno negar valor estético a las obras de la época colonial cordobesa. Por el contrario, es precisamente en esta época cuando encontramos in­dudables valores arquitectónicos, de una jerar­quía cuya comparación difícilmente puedan sostener obras posteriores.
 El conjunto más importante en la ciudad fue el de La Compañía de Jesús, que constituyó, du­rante el siglo XVII y buena parte del XVIII, en una gran manzana alargada, su iglesia y Capilla Doméstica, el Colegio Máximo, la Residencia, la Universidad y el Noviciado.
La Iglesia de La Compañía de Jesús, una de las obras más antiguas de la ciudad (aproximada­mente 1650-70) encierra en sus fuertes volúmenes ricamente texturados, con sus aristas vivas y su descarnada geometría, uno de los más significativos espacios arquitectónicos de la arquitec­tura colonial argentina. En efecto, sobre una tra­za sencilla, de nave única con crucero, el Herma­no Felipe Lemer levantó una bóveda de cañón corrido, de madera, con costillas entre las cuales dejó paños decorados, empleando una técnica que dominaba: la de la construcción de barcos. El resultado es de una armoniosa simplicidad, de una calida, baja luminosidad en la que juegan ape­nas las doradas costillas. (Lamentablemente en es­te momento parte ese  efecto se ha perdido de resultas de un incendio que ha destruido parcial­mente las pinturas de la bóveda). La armonía en­tre: estructura espacial y tratamiento del above­damiento es admirable, y el contraste entre el anguloso volumen exterior y el hueco de la bóveda interior juega favorablemente en la valorización de uno y otro, puesto que en ambos exis­te un elemento básico común: el abordar las for­mas de un modo directo y fácilmente legible, y el lograr la coherencia del lenguaje formal con el lenguaje estructural.
La Capilla Doméstica posee una bóveda gemela, cuyo efecto se empobrece al haberse variado las proporciones primitivas, y en ella puede ad­mirarse un rico retablo, semejante al que poseía la iglesia y que fue trasladado cuando la expulsión de la Orden. 
Dentro del antiguo conjunto, el claustro que ocupó la Universidad Jesuítica y es sede actual del Rectorado de la Universidad de Córdoba, es uno de -los varios que diseñó el jesuita italiano Andrés Blanqui, en un sobrio y bien proporcionado neoclasicismo.
La Catedral debe a las muchas vicisitudes su­fridas en su construcción a lo largo de todo un siglo -últimas décadas del XVII hasta fines del XVIII- un volumen de una riqueza insólita en tierras hispano-americanas. Lo curioso es que de un pórtico ,neoclásico se pase, por una pantalla espacial ubicada entre dos torres de difícil filiación, a una cúpula de sabor románico tratada con algunos elementos barrocos; que junto a las so­brias pilastras toscanas del pórtico ,aparezcan tos­cas figuras indígenas en las torres y no menos toscos contrafuertes sobre las naves laterales; que parte de los muros estén cubiertos de revoque y en otros luzca el cálido mampuesto mixto de pie­dra gruesa y ladrillo; y que todo esto produzca sin embargo una sensación de fuerte unidad, una sensación de estar frente a una obra concluida y coherente, a una gran obra de arquitectura. Es que, por una parte, la fuerza de los volúmenes en juego es tal, que torna insignificantes las in­congruencias del lenguaje. Y por otra parte, to­do ese juego no es vano ni desordenado, pues tiene en la cúpula un fuerte punto de encuentro y de culminación que lo centra y le da sentido.
Pero hay un gran contraste entre este exterior y el interior de la iglesia: lo que allí es unidad es aquí fragmentación; el lenguaje, que allí se funde con los volúmenes, aquí se superpone a la estructura espacial sin lograr formar cuerpo con ella. Son tres naves espacialmente incomunica­das entre sí. La mayor culmina en la amplia y lu­minosa cúpula, pero la decoración -realizada a principios de siglo por Emilio Caraffa- no apo­ya con su gracia académica, la fuerza de ese gran espacio unitario. Es Un mundo distinto, no carente de interés en su -noble proporción y su riqueza decorativa, pero de una calidad arquitectónica menos original y fuerte que el exterior.
La Iglesia y Convento de Las Teresas, que se levanta a pocos pasos de la Catedral, presenta también un interés mucho mayor en su exterior que en su simple, sobrio y bien proporcionado espacio interno. Ese exterior no es volumen sino fachada. Fachada plana, en la que pilastras y fajas apenas salientes crean una serie de compar­timentos dentro de los cuales unos nichos producen ricos contrastes de luz, composición que se prolonga en la espadaña acelerándose progresivamente el ritmo a medida que se aliviana la masa muraria. Sobre un muro muy liso, a la manera españo­la, se apoya la portada del convento, coronada por una forma libre y caprichosa que se eleva por sobre el muro. Exótica para estas tierras, se cree que, conjuntamente con su hermana la portada de la Casa de los Allende, fue obra de un arquitecto portugués o brasileño.
A pocos kilómetros de la ciudad se levantan tres grandes conjuntos jesuíticos que se ejecutaron durante el siglo XVIII y fueron estancias des­tinadas a sostener con sus productos las casas de estudio de la Orden. Son los de San Isidro, Santa Catalina y Alta Gracia. Desde el punto de vista de la unidad arquitectónica, Santa Catalina y Al­ta Gracia son los conjuntos más perfectos. La iglesia de Santa Catalina es obra del hermano jesui­ta Antonio Harls, de origen bávaro, y revela en sus formas exteriores elementos del gusto barroco de aquella zona, con los que se enlazan recuer­dos del barroco italiano de la línea borrominiana en lo referente a las portadas. Estas formas han sido traducidas en materiales sencillos por una mano de obra inexperta que interpreta con difi­cultad las ideas del arquitecto en cuanto preten­de desprenderse de un esquema planimétrico, co­mo ocurre en las portadas. La concepción espa­cial es sencilla, de nave única con crucero, y toda riqueza decorativa se halla ausente. Con todo, la obra logra un alto valor arquitectónico. Ese va1or está dado por la unidad de su concepción y de su lenguaje, pero quizás más aún por la escala adoptada y la articulación entre los distintos cuerpos que componen el conjunto, todo lo cual permite una implantación armoniosa en el paisa­je árido y salvaje. El arquitecto ha evitado crear una impresión de monumentalidad que hubiera resultado fuera de lugar en ámbito tan pobre, pe­ro ha logrado, al mismo tiempo, que su obra no sea absorbida por la inmensidad del Paisaje inculto. La iglesia, por su parte, tiene una dimen­sión relativamente modesta, pero de tal modo dispuesta que domina el conjunto, con sus to­rres y su cúpula, desde todos los ámbitos del mismo. Los claustros y talleres ofrecen una gradación desde la sabia solución neoclásica del Hermano Blanqui hasta las rústicas bóvedas no revocadas en las que, como en los muros de cerramiento, juega la textura de la habitual mampostería de gruesas piedras listada de tanto en tanto por unas hiladas de ladrillo.
Otro es el carácter de Alta Gracia. Su tónica fundamental es, precisamente, la gracia; el ele­mento básico de su lenguaje, la suave curva. La misma suave curva define el perfil de la cúpula y el del plano de fachada; se repite en el límite del atrio que semeja casi un rebatimiento de la fachada; y se repite también, caso único en la Argentina y muy poco común en la América his­pana, -en los brazos del crucero. Todo esto que le da unidad y la emparenta de algún modo a con­cepciones espaciales italianas, contribuye a ale­jarla del "tipo" más común de las Iglesias de es­ta parte de América, al cual responde Santa Ca­talina. En efecto, a excepción de las Catedrales, por lo común de varias naves, las Iglesias suelen constar de una sola nave abovedada con cañón corrido, con un crucero no muy acusado corona­do por una "media naranja", para usar el lengua­je de la época, y con una portada entre dos to­rres. En los documentos de la época se habla de la media naranja y las torres como elementos obligados y naturales de una Iglesia, acerca de la necesidad de los cuales no se abre siquiera juicio. Así, pues, Alta Gracia, sin torres, con su baja cúpula y la insinuación de planta oval lograda con las curvas del crucero, presenta una fisonomía muy particular en el panorama colonial argenti­no. El conjunto fue muy importante y dio lugar al nacimiento de una agradable población cuyo centro es hoy el monumento jesuítico. Quedan de él varios claustros y talleres y el hermoso tajamar.
San Isidro, muy desfigurada en su aspecto visual por la equivocada restauración de que es ob­jeto, conserva aún muy claramente la estructura del conjunto y detalles de la vida y formas de trabajo de la época. Una muy hermosa cúpula en su sacristía, la curiosa espadaña, ubicada en dia­gonal en la parte posterior de la iglesia, y las pechinas de la cúpula de la Iglesia ingenuamente labradas, son otros tantos detalles dignos de men­ción. La fachada no fue concluida. También en este caso, como en e de Alta Gracia, la estancia fue el núcleo alrededor del cua1 se formó una ciudad, y sus cultivos de vid fueron base de los que hasta hoy caracterizan la zona. Además de estas grandes obras, numerosas ca­pillas rurales de mayor o menor gracia y en di­versos estados de conservación, pueden verse di­seminadas en las serranías. Entre los ejemplos más interesantes se cuentan el grupo de la Can­delaria, las cúpulas de Candonga, Ischllín y Pocho.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Período posclásico: AZTECAS


En los últimos siglos de la historia de la América precolombina se manifestarán procesos sociopolíticos nuevos que caracterizan a esta etapa, a la que pondrá fin la conquista española. Puede ella caracterizarse por la formación de minorías guerreras -y la consiguiente militarización de esas sociedades- y por el impulso expansionista que las mismas adquieren, lo que lleva a la formación de grandes unidades políticas. El proceso culmina con la formación de los dos grandes imperios que encontraron los, españoles al llegar a América: el azteca en México y el incaico en el Perú. No trazaremos aquí la historia de estos imperios sino trataremos de señalar los factores que condicionaron su formación y que explican el carácter de esas sociedades.
En realidad, los caracteres enunciados -expansión y militarización- están condicionados por el carácter mismo de las formas de producción imperantes en ambos centros de América. Vimos ya que la agricultura, que constituyó su base económica, sólo pudo desarrollarse a partir de un control cada vez más estricto de la mano de obra y del riego, debido a la carencia de otros elementos técnicos. Esta fue la función que desempeñaron los primeros estados, y que posibilitó un incremento demográfico ininterrumpido y, al mismo tiempo, la formación de minorías privilegiadas capaces de absorber los excedentes producidos. Pero el aumento constante de la población, unido a la imposibilidad de expansión de la producción que había llegado a su límite máximo, provocaron la reducción de los excedentes disponibles. Cuando esa minoría, pese a usar todos los mecanismos de presión a su alcance, ya no pudo extraer más de sus propias comunidades sólo vio como camino para mantener su posición el control de otras comunidades y la apropiación de los excedentes por ellas producidos. De allí que esa nobleza se haya tornado guerrera y que la guerra, con su secuela de saqueos y tributos obtenidos de los vencidos, se transformara en el eje de, la vida de esas sociedades.
Esta militarización de las sociedades precolombinas se reflejó en todas sus manifestaciones artísticas y religiosas. Así, por ejemplo, la introducción de divinidades guerreras en el panteón mejicano fue, en contraposición con el período clásico, característica de esta época.
El caso azteca es quizá el más claro. Toda su cultura giró en torno de la religión, que ejerció un dominio total sobre los miembros de las tribus que integraban la Confederación.
La religión sirvió al mismo tiempo de fundamento del poder del estado sobre los clanes y los Individuos, por lo que la, organización política, en un principio de caracteres democráticos -los cargos eran en su origen electivos-, se transformó en una teocracia militar y permitió imponer un régimen de terror en las regiones conquistadas. La religión, a través de sus ritos cruentos, en los que el sacrificio humano tenía un papel descollante, estimuló las guerras y las conquistas, transformándolas en una necesidad de la que dependía, la vida misma de la comunidad. En efecto, el sacrificio era el alimento y fuente de vida de los dioses y de la vida de estos dependía la vida del Universo. Pero sólo el guerrero capturado en batalla era digno de ser sacrificado.
Desde otros puntos de vista, el período expansionista es una época de estancamiento y aun de retroceso. Las artes y la técnica no superaron, en general, los desarrollos del período clásico y, en algunos casos, están por debajo de ellos. ¿Es que acaso habían agotado su capacidad creadora?; ¿tal vez habían llegado al límite de, sus posibilidades?; ¿o fue el desgaste de energías en la guerra lo que coartó las posibilidades de esas civilizaciones? Es posible que en muchos aspectos hubieran llegado al límite de sus posibilidades, pero en ese caso ¿cuál hubiera sido su posterior evolución? Es evidente que no podemos responder. Su historia quedó trunca y bastaron pocos años para que esos grandes imperios sucumbieran ante los conquistadores y se desarticularan las estructuras económicas y sociopolíticas existentes. La población indígena, sojuzgada y diezmada, fue asimilada como fuerza de trabajo en las minas y haciendas. La explotación colonial, basada en el trabajo forzado y gratuito del indio, fue uno de los pilares más firmes del surgimiento del capitalismo.




EL ARTE AZTECA
El arte azteca es, fundamentalmente, un arte al servicio del Estado, un lenguaje utilizado por la sociedad para transmitir su visión del mundo, reforzando su propia identidad frente a la de las culturas foráneas. De marcado componente político-religioso, el arte azteca se expresa a través de la música y la literatura, pero también de la arquitectura y la escultura, valiéndose para ello de soportes tan variados como los instrumentos musicales, la piedra, la cerámica, el papel o las plumas. Lo primero que llama la atención es la asimilación azteca de las tradiciones artísticas anteriores y la impronta personal que otorgaron a sus manifestaciones. El arte azteca es violento y rudo pero deja entrever una complejidad intelectual y una sensibilidad que nos hablan de su enorme riqueza simbólica.
ARQUITECTURA
El hecho de que la actual capital de México cubra, en la práctica, la antigua Tenochtitlán, capital del Imperio azteca, impide que tengamos una visión completa de las estructuras arquitectónicas y, sobre todo, de la organización del espacio en los centros ceremoniales, o la relación entre estructuras templarias y las construcciones de carácter habitacional. De hecho, nuestro conocimiento de esta zona se limita a algunos sectores en los que pudieron hacerse excavaciones de carácter restringido o donde se produjeron hallazgos casuales.
ARQUITECTURA RELIGIOSA
La arquitectura religiosa se desarrolla siguiendo las pautas de la tradición mesoamericana, aunque existen aportaciones importantes. El tipo de construcción más original es el de los templos gemelos, con doble escalinata de acceso. Aunque el mejor conocido es el de Tenayuca, a ese modelo responden también los templos principales de Tlatelolco y Tenochtitlán. Se trata de una representación dual de las divinidades que existía en Mesoamérica desde épocas remotas. La colocación de parejas de dioses, como la de Huitzilopochtli–Tláloc del templo mayor de Tenochtitlán, sobre una sola plataforma piramidal, hace que su estructura sea alargada y presente una doble escalinata de acceso. En este caso, las excavaciones realizadas por el doctor Eduardo Matos Moctezuma pusieron de manifiesto una serie de hasta siete periodos o reconstrucciones sucesivas entre 1375 y 1520.
Otro modelo arquitectónico relativamente frecuente es la pirámide de planta circular que tradicionalmente se ha atribuido a santuarios del dios Ehécatl, deidad del viento, que en su aspecto de remolino o huracán podría hacer lógica esta forma. Las más conocidas son la de Calixtlahuaca y la de la estación de metro de Pino Suárez. Otra construcción muy característica de los aztecas es un tipo de plataforma decorada con calaveras, que constituían la base del tzompantli, estructura donde se acumulaban los cráneos de los sacrificados. Sólo se conserva un pequeño altar que se encuentra en el Museo Nacional de Antropología de México y el descubierto recientemente en las excavaciones del templo mayor.
Entre los tipos arquitectónicos más comunes no podemos dejar de mencionar los templos piramidales de planta cuadrada o rectangular con una sola escalinata de acceso en la parte frontal, delimitada por dos alfardas lisas. Muchas de las pirámides de Tenochtitlán seguían este modelo.
Dos de las más extraordinarias creaciones arquitectónicas de los aztecas fueron Tepoztlán y Malinalco, ambas excavadas en la roca y terminadas con construcciones de mampostería.
ESCULTURA
Era fundamentalmente monumental y aparecía asociada a las grandes construcciones arquitectónicas. Muy realista en su concepción, contenía un componente simbólico y abstracto de gran importancia relacionado con su universo religioso. Existen piezas de gran tamaño que representan a los dioses, los mitos, los reyes y sus hazañas. De las obras que han llegado hasta nosotros y que se encuentran en el Museo Nacional de Antropología de México destacaremos la Piedra del Sol o Calendario azteca, enorme bloque circular trabajado en relieve y dedicado a la divinidad solar Tonatiuh que algunos investigadores atribuyen al señor de la tierra Tlaltecuhtli, y la Piedra de Tizoc, enorme disco que narra en un friso las conquistas del que fuera famoso tlatoani (emperador) de los aztecas entre 1481 y 1486
Existen obras escultóricas de menor envergadura. La más conocida es la imagen del dios de las flores Xochipilli, sentado sobre un gran sitial, con todo el cuerpo cubierto por flores tatuadas.
La escultura de pequeño tamaño en piedra tuvo también una gran importancia. Suele pertenecer más al ámbito de lo cotidiano, reproduciendo, generalmente, animales y objetos comunes. Algunas piezas conservan restos de pintura e incrustaciones realizadas con piedras diferentes. La técnica mexica creó obras extraordinarias con materiales muy difíciles de labrar. Entre ellas debemos destacar una vasija de obsidiana que representa a un mono, o una excepcional calavera de cristal de roca que se encuentra en el Mankind Museum de Londres, donde se percibe el detallado conocimiento anatómico que poseían los mexicas, así como su pericia en el trabajo de la piedra, presentando una pieza casi transparente de un pulido perfecto.
Los trabajos escultóricos en madera y turquesa, aun siendo mucho menos numerosos, supusieron un aporte interesante. Encontramos tambores con relieves muy complejos, marcos para espejos de obsidiana y los llamados mosaicos de turquesas (esculturas en madera cubiertas con mosaicos de piedras) que continúan la antigua tradición mesoamericana y de los que sólo se conservan algunas cabezas zoomorfas y máscaras.
ORFEBRERÍA
Aunque los orfebres mixtecos que realizaron las ofrendas de las tumbas de Monte Albán fueron los mejores de Mesoamérica, los aztecas alcanzaron tal pericia en la fundición, combinando oro y plata, que no se quedaron atrás. Los metales se utilizaban fundamentalmente para hacer joyas: collares, pendientes, pectorales, orejeras, bezotes (adornos que se colocaban en un orificio practicado bajo el labio inferior) y pulseras. También se hacían figuras y recipientes. Utilizaban la cera perdida y eran maestros en la fundición, hasta el punto de fabricar figuras articuladas. Frecuentemente se combinaban los metales con piedras semipreciosas como el jade, la amatista y la turquesa, formando collares y adornos de gran belleza.
PLUMERÍA
La plumería fue una de las expresiones más originales y características de los aztecas, especialmente en la elaboración de mosaicos. Las aves utilizadas para estos trabajos procedían de los bosques tropicales del sur de México y Guatemala, o bien eran criadas en cautividad y cazadas con técnicas refinadas que no dañaban el plumaje de la presa. Eran clasificadas de acuerdo con el tamaño, calidad y color, siendo las más apreciadas las verdes de quetzal (sobre todo las larguísimas caudales); las rojas del tlauquecholli, parecido al flamenco, y las azules turquesa del xiuhtótotl. Los especialistas dedicados a estas tareas se llamaban amanteca y eran muy apreciados, destacando los de Tlatelolco, Texcoco y Huaxtepec. Se conservan buenos ejemplares de escudos y tocados en museos de América y Europa. Destacaremos el escudo del dios de la lluvia, que representa un coyote (quizá el emblema del tlatoani Ahuizotl), pero, sobre todo, el gran tocado de plumas de quetzal con adornos de oro, conocido como el penacho (corona) de Moctezuma, conservado en el Museo Etnográfico de Viena.
CERÁMICA
Constituye la forma de expresión más popular, sobre todo en lo relativo a las figuras de personas y divinidades, entre las que destacan figurillas femeninas de fertilidad y representaciones de dioses. Las figurillas femeninas aparecen de pie, con el cabello dividido en dos crestas o bucles que se elevan sobre la cabeza, un faldellín decorado que llega hasta los pies, y suelen llevar en sus brazos otras dos figuras más pequeñas. Se ha interpretado como una representación de la diosa madre azteca (Tonantzin, Xochiquetzal, Coatlicue o Cihuacóatl), aunque en la actualidad son consideradas como un símbolo de la maternidad. Otras figuras son representaciones de los dioses Tláloc y Quetzalcóatl Ehécatl.
CODICES
Eran libros en papel de amate o en piel de venado, doblados a manera de biombo. Plasmaban dibujos figurativos y una escritura pictográfica que servía como recordatorio de narraciones históricas, religiosas o litúrgicas. La inmensa mayoría de los códices aztecas son copias de códices antiguos o recopilaciones posteriores a la conquista realizadas a requerimiento de los frailes. Los identificados plenamente con el mundo azteca son el Códice Borbónico y el Tonalamatl Aubin, los más antiguos, y los pertenecientes al grupo Magliabecchiano, entre los que destacan el propio Magliabecchiano, el Códice Tudela, el Códice Ixtlilxóchitl y el Códice Veitia.